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Mostrando entradas de 2012

En blanco

Me gusta el silencio. A veces. Me gusta notar como miles y millones de gotitas se funden contra el empedrado del suelo. Me gusta disfrutar del momento en el que estallan y se vuelven aún más diminutas y pequeñas. Me gusta escucharlas. En ese momento me gusta el silencio. Me gusta recordar que pasaba cuando pasaban cosas. Me gusta saber que todo está ahí. Me gusta pensar y que me piensen. Me gusta lo que a todos: Querer, mimar, mirar, tocar, sentir, acariciar, besar, abrazar, llorar; y que me quieran y me mimen, que me miren y me toquen, ser sentida y acariciada, ser besada y llorada. La mañana amaneció nublada. Miré por la ventana y vi cuatro coches aparcados bajo mi ventana. Uno negro, otro azul, también uno rojo, y un cuarto. No debería salir de casa sin abrigarme, aunque como era la primera mañana de otoño, todavía no sabía que tendría que ponerme para protegerme del frío. No podía olvidar las zapatillas de deporte. Quizá también tendría que coger una bufanda. ¿Dónde estarían es

Un libro de cuento

Descorché la última botella de cava que quedaba en el frigorífico. No tenía nada que celebrar. Tan sólo que quedaba un día menos o que ya había pasado un día más. Llegué al salón y encendí lo poco que quedaba de un cigarrillo que estaba en el suelo. Sabía a rayos. Cogí de encima de la televisión los vasos de plástico que sobraron de aquella fiesta que celebramos juntos. Tenían polvo. Quizá nadie los hubiera tocado desde entonces. Soplé sobre uno de ellos y le pasé la mano con la idea de que quedara lo más limpio posible. Coloqué el resto sobre el mueble. Miré detenidamente la fotografía que estaba tumbada boca abajo. Dudé si levantarla. Tiré la colilla en un bote de cerveza vacío que estaba en la mesa. Me senté en el sofá y puse la televisión. Uno o dos canales después, me levanté y busqué en el cajón de tus películas una con la que agotar la botella de cava que, descorchada, me esperaba sobre el sofá. No miré títulos, ni actores, ni reconocimientos. Miré los recuerdos que tenía c

La tarifa del deseo

La luz de la farola gemía. Gemía como cuando se siente un repetitivo dolor. Gemía despacio, continuo. Gemía lamentando sus pocas horas de luz. Gemía avisando que pronto dejaría de alumbrar. Yo miraba el leve parpadeo de la bombilla desde mi cuarto. Tenía la luz apagada. Una barra de incienso y una triste vela blanca vestían las frías paredes. Recostada en el sillón de mimbre miraba por la ventana con los ojos enjugados en lágrimas. Fumaba. La colilla se consumía rápidamente con cada calada. Cogí el móvil que estaba encima de la cama. Me puse a buscar en la agenda un nombre con el que saciar mi ansiedad. Tenía decenas, quizá cientos o miles de hombres que querrían meterse en mis sábanas esa noche. Sabía que mi cuerpo podía ser saboreado por varias bocas. Encendí la que sería la segunda colilla consecutiva. Rompí a llorar amargamente. Mis manos temblaban y la ceniza se desmoronaba encima de mis piernas desnudas. Me levanté, tiré el pitillo en la lata arrugada de cerveza que me había