El último halo de oxígeno que mantiene encendida la llama

Sonó la puerta con más energía de la habitual. Nadie suele aporrear la puerta de casa con los nudillos, y yo no suelo abrirla si siento que no debo hacerlo. Ese palpito tuve en el momento que escuché el crujido del roble bajo las manos de esa mujer. Al tiempo, un desgarrador grito hacía las veces de llamada. Gritaba. Lloraba. Gemía.
                                          
Yo, al otro lado, bebía entre cubitos de hielo el sabor dulce del ron viejo. Me levanté del sofá con toda la rapidez que permite llevar más de cuatro copas. Dejé el vaso sobre el suelo. Intenté calzarme las chanclas, aunque fue una tarea imposible. Pase al baño, cogí el albornoz y tape mi cuerpo desnudo. El pasillo se movía más rápido que mis pasos. A izquierdas. A derechas. Arriba. Abajo. Fui dando tumbos a la puerta de casa mientras la mujer seguía pidiendo mi auxilio. Sería yo la que necesitara su ayuda, aunque no podía hacérselo saber.

Dudé si abrir la puerta. Creí conocer la textura de sus palabras y el sonido de su voz. Apoyé la cabeza sobre la puerta y la mano sobre el picaporte. Dejé caer el peso de mi mano sobre la manivela y desaté mi principio y mi final.

Era rubia, aunque no natural y ya acusaba la falta de una visita a la peluquería. Creo que era delgada. No demasiado alta. Tenía los ojos inyectados en sangre y parecían claros. Empujó con todas sus fuerzas la puerta y yo caí de espaldas sobre la moqueta de entrada. Se puso delante de mi. No veía clara su expresión pero parecía la mujer más dolida del mundo. Se puso ante mis pies y me miró con dolor, con odio, con rabia. Empezó a insultarme y pronunciar mil palabras que no entendía. Conjuró contra mi persona y seguro que contra todos mis allegados. Tenía las manos escondidas. Yo estaba aturdida por el golpe y la botella de ron que me había bebido minutos antes. Sacó una mano. En la otra empuñaba un pequeño revolver. Quizá no lo era y tenía cualquier otro nombre, pero el fin estaba claro y el destino, también. Empuñó el arma. Temblaba como una desgraciada y no paraba de llorar. Yo no pregunté nada, porque ya sabía a que venía. Nerviosa intenté deslizarme por el suelo y levantarme del que sería mi lecho de muerte. No me dio tiempo de reacción. Disparó. Tiró el arma al suelo. Salió despavorida.

Respiré todo lo fuerte que pude, aunque el aire llegaba a duras penas a los pulmones. La sangre brotaba de mi abdomen. Me arrastré hasta el sofá. Tiré el cubata que minutos antes había bebido con gusto. Encima de la mesa estaba mi teléfono. Levanté la mano mientras apoyaba mi cabeza sobre el sofá. Sudaba y temblaba como si nunca antes lo hubiera hecho. Marqué tu número. Sonó tres o cuatro veces antes de que lo descolgaras.
                                                                                           
-Preciosa…-dijiste enérgico al ver mi número en la pantalla.
-Cállate y no digas nada. - Te interrumpí mientras estaba luchando por pronunciar cada palabra.
-¿Pasa algo?
-Tu mujer ha estado en mi casa. No creo que viva para contarlo. Te quiero.


Saliste corriendo hacia mi casa. No tardarías más de diez minutos en llegar, aunque ya era tarde. Me abrazaste. Me acunaste. Nunca te había visto tan dulce. Y el último halo de oxígeno que me mantenía con vida, cayó en un suspiro.

Comentarios

Publicar un comentario

Entradas populares de este blog

Todo llega y todo pasa

Y me acurruqué contigo para siempre

Una de tantas