La tarifa del deseo

La luz de la farola gemía. Gemía como cuando se siente un repetitivo dolor. Gemía despacio, continuo. Gemía lamentando sus pocas horas de luz. Gemía avisando que pronto dejaría de alumbrar. Yo miraba el leve parpadeo de la bombilla desde mi cuarto.

Tenía la luz apagada. Una barra de incienso y una triste vela blanca vestían las frías paredes. Recostada en el sillón de mimbre miraba por la ventana con los ojos enjugados en lágrimas. Fumaba. La colilla se consumía rápidamente con cada calada. Cogí el móvil que estaba encima de la cama. Me puse a buscar en la agenda un nombre con el que saciar mi ansiedad. Tenía decenas, quizá cientos o miles de hombres que querrían meterse en mis sábanas esa noche. Sabía que mi cuerpo podía ser saboreado por varias bocas.

Encendí la que sería la segunda colilla consecutiva. Rompí a llorar amargamente. Mis manos temblaban y la ceniza se desmoronaba encima de mis piernas desnudas. Me levanté, tiré el pitillo en la lata arrugada de cerveza que me había tomado, abrí la ventana y un frío espantoso me golpeó la cara. Me hizo, no ver las cosas más claras, pero sí tranquilizarme y enfriar mis ideas. Volví a coger el móvil, busqué al azar una letra y marqué el primer número que encontré. No vino a mi casa. Ni el segundo. Ni el tercero. Ni ninguno con los que intenté pasar la noche.

Me calcé unas botas de tacón. Me puse unas viejas medias de rejilla. Rebusqué en la bolsa una minifalda negra de cuero. Cogí el primer sujetador de encaje del cajón. No completé el conjunto de ropa interior ni me preocupé de que ambas partes fueran del mismo color, tipo o género. Una camiseta roja de tirantes. Pase al baño, mojé mis manos en agua y gomina y me estiré el pelo. Me pinté los ojos de negros. Profundos. Sucios. Intensos. Negros. Rescaté un carmín de la bolsa de aseo. Un pintalabios rojo. Intenté perfilarmelos antes de deslizar la barra por ellos, pero no conseguí hacer ninguna de las dos cosas. Tiré del rollo de papel higiénico y lo restregué por mi boca. Me miré al espejo y comencé a llorar otra vez. Rasgué mis medias. Me descalcé. Volví a encenderme un nuevo cigarro.

Una puta no debe enamorarse nunca de quien ha pagado sus vicios con la tarifa del deseo.
Una puta solo debe follar y fingir un orgasmo tras otro.
Una puta, solo es una puta.

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