Un libro de cuento

Descorché la última botella de cava que quedaba en el frigorífico. No tenía nada que celebrar. Tan sólo que quedaba un día menos o que ya había pasado un día más.


Llegué al salón y encendí lo poco que quedaba de un cigarrillo que estaba en el suelo. Sabía a rayos. Cogí de encima de la televisión los vasos de plástico que sobraron de aquella fiesta que celebramos juntos. Tenían polvo. Quizá nadie los hubiera tocado desde entonces. Soplé sobre uno de ellos y le pasé la mano con la idea de que quedara lo más limpio posible. Coloqué el resto sobre el mueble. Miré detenidamente la fotografía que estaba tumbada boca abajo. Dudé si levantarla.

Tiré la colilla en un bote de cerveza vacío que estaba en la mesa. Me senté en el sofá y puse la televisión. Uno o dos canales después, me levanté y busqué en el cajón de tus películas una con la que agotar la botella de cava que, descorchada, me esperaba sobre el sofá. No miré títulos, ni actores, ni reconocimientos. Miré los recuerdos que tenía contigo y con cada una de las cintas que estaban guardadas desde que te fuiste.

Vacié la mitad de la botella sobre mi cuerpo y la otra mitad en el vaso de plástico. Encendí un pitillo tras otro y ahogué la noche entre el humo del maloliente tabaco, las burbujas del cava y los filmes medio rallados del cajón.

Se hizo de día. Por la ventana de la habitación entraban unos decididos rayos de sol y un horrible dolor de cabeza -No he probado peor borrachera que la que se acompaña con añoranza y cava-. Me vestí, como siempre, y bajé al bar a desayunar.

Nunca antes había fumado tanto.

Dentro pedí un vaso de agua, un té americano y media tostada de tomate. Me senté en la misma mesa de siempre. Encendí el mismo farolillo de mi derecha y la mujer de la barra volvió a insistirme en la idea de que aparecerías a desayunar alguna mañana. Llegó aquel señor del sombrero que todos los días me pedía el periódico antes de yo leerlo. Como siempre, le dije que todavía no había terminado y se sentó a esperarlo en la mesa de al lado. Los titulares no habían cambiado. La situación era la misma. Saqué del bolso el ordenador, una goma de borrar, la libreta y un par de lapiceros sin afilar. Siempre me sedujo la idea de escribir las historias con lápiz y papel. Nunca quise abandonar el sabor de los trazos sobre un folio en blanco. Siempre me resistí a que las teclas me acompañaran en el trabajo. El hombre volvió a pedirme el periódico y sin mirarle a la cara le estiré el brazo. Vino la dueña del bar y sonriente, quizá también algo triste, dejó mi desayuno encima de la mesa. Me miró, le miré y sin mediar palabra volvió a la barra.

Encendí el ordenador al tiempo que se abría la puerta con pausa. El tintineo de las campanas avisaba a los que allí estábamos que algún nuevo cliente entraría a formar parte de lo que ya éramos una familia. No levanté la cabeza pero supe que eras tú, -Reconocería tu perfume en cualquier lugar del mundo-. El bar enmudeció. Todos miraban a no sé dónde y esperaban que ocurriera no sé qué cosa.

Me temblaban las rodillas. Un temblor real que crecía al tiempo que tu olor se hacía más y más fuerte. Empecé a sentir un nudo en el estómago. Me dolía el pecho. Un dolor real que me atravesaba y me impedía respirar. No levanté la cabeza, pero tú me mirabas. Lo notaba.

Margarita, la dueña, te puso ese café amargo que tan enamorado te tenía. Al otro lado de la barra Tomás subió el volumen de la radio. No busqué una explicación a lo que sonaba, porque seguro que solo estaba en mi cabeza. Él se dio cuenta y volvió a bajar la música. Se aventuró a preguntarte para que habías vuelto. No hablaste. No respondiste.

Yo seguía con la cabeza agachada y con la impotencia de no ser capaz de mirarte a los ojos. Las rodillas más y más se movían, al tiempo que mi respiración se aceleraba y mis manos empezaban a sudar.

Te separaste de la barra. Te pusiste frente a mi: -He vuelto

Levanté la cabeza y con lágrimas te miré a los ojos. Nadie sabía qué diría yo, ni qué harías tú.

Tendiste tu mano. Pediste la mía. La apretaste fuerte. Estabas tan nervioso como yo. Me miraste despacio, atento, sensual y feliz. Creo que fue el beso más apasionado que nunca antes me habías dado. Me acariciaste la cara. Giraste la tuya hacia la barra y pediste que ese amargo café de la barra se sirviera en mi mesa. Nos tomamos juntos el trago más dulce de la historia, en el bar más atento de toda la Gran Vía. Todas las caricias eran vistas y disfrutadas. Y yo me recreé en cada uno de tus mimos como si nunca antes los hubiera recibido.

Salimos juntos, con la cabeza alta. Sonriente, me volviste a besar y a abrazar en la puerta del bar que nos daba los desayunos todos los días.

Y empecé a escribir el libro más precioso que nunca antes hubiera imaginado: Un libro de cuento. Con un príncipe, con una princesa y con un bonito final feliz.

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