Sexo, amor y otras drogas de diseño

"Noventa. Sí. Algo normal. No quiero impresionar demasiado. Creo que no. ¿Seguro? Quizá llevas razón. Sí. No puedo evitarlo. Quizá. No lo sabe. Mañana. Espero. Espero que sí. Claro. Hablamos. Te quiero."

Colgué el teléfono móvil mientras que el ruido y la vibración de mis pies me advertía de que mi metro estaba a punto de llegar. Como siempre, llegaba tarde. Cinco minutos después de la hora marcada en los paneles y, como siempre, yo tendría que correr al bajarme de ese lento medio de transporte y así no llegar demasiado tarde al trabajo. Pero no barajaba, ni por un sólo momento, coger el que pasaba unos diez minutos antes. El mio era ese, el de las 15.05 de la tarde. El que tenía los asientos amarillos. El que era más rancio. En el que la luz era más tenue. Era el mio. No había dudas.

Hoy había más gente de la habitual. Era viernes. Muchos estudiantes utilizaban mi línea para ir a la estación del tren. Yo no trabajaba demasiado lejos de ese amasijo de hierros, recuerdos e historias. Quizá a dos o tres minutos. Los jóvenes rezumaban hormonas, ganas de fin de semana, de sexo, de drogas y de rock and roll. En el fondo son iguales que éramos nosotros cuando teníamos su edad. Ahora las cosas han cambiado, aunque al final todo sigue siendo igual. Los amores y desamores que mueven montañas y las historias que se tejen y destejen entre las paredes de la facultad, de los bares, de los metros o de las estaciones de autobuses. Una joven pareja lloraba. Posiblemente era una despedida. Un 'hasta siempre' de esos que te dejan el corazón hecho pedazos cuando todavía no rozas los veintitantos. Otros reían. Había quienes se besaban como si no lo hubieran hecho nunca. 

Miré al fondo. Todos los vagones estaban ocupados. No cabía ni un alfiler. Para quedarme de pie, prefería que fuera el vagón de cola en el que situarme. Ya era un ritual.

Las puertas se abrieron y entró más gente. Quizá el aforo estaba completo, y si no lo estaba, esperaba que nunca tuviera que pasar por esa sensación. No cabía nadie más.

No entró. O sí, pero no le vi. Iba con toda la intención de pedirle una cita. Creía que estaba enamorada. Era como una de esas películas en las que el príncipe apuesto se fija en la chica. Parecía empresario, o el gerente de alguna entidad importante. Siempre iba arreglado, trajeado. Olía a perfume. Un perfume dulce y particular que identificaría en cualquier parte del mundo. Casi siempre se sentaba a mi derecha. Siempre subía en la misma parada, hacía el mismo recorrido, ocupaba un asiento a mi derecha y, en ocasiones, me sonreía. Nunca me había dejado ver sus ojos, pero intuía que los tenía claros. Quizá marrones, o color miel, o verdes oscuros, o como los quisiera tener. Era guapo. No iba muy afeitado, pero la barba le rondaba por la cara perfectamente colocada.

Al día siguiente no trabajé, ni el domingo, así que perdí todas las oportunidades de pasar con él el fin de semana; si es que él hubiera querido pasarlo conmigo.

El lunes llegó, se sentó, pero no me dirigió ninguna cómplice sonrisa. Posiblemente hubiera sido yo quien malinterpretara unas señales inexistentes por su parte. Me sentía la mujer más inocente del mundo. Nadie sabría qué pensaría él ni porqué actuaba de esa manera. Dudé si tendría algo que ocultar bajo esos cristales tintados de sus gafas de sol. Hubiera dudado hasta de su nombre si lo hubiera sabido. Ya pensaba que tendría la oportunidad de hablar con él y que, por supuesto, estaría deseando, como yo, poder vernos, hablar, besarnos o hacer cualquier otra cosa.

La rutina se convirtió en mi aliada. Y los viernes, ya no veía del mismo modo las parejas que se despedían a mi lado. Ya no me causaban ternura ni los besos entre los vagones.

Y llegó el día en el que fue acompañado. Y la señora mayor y arrugada que se sentó entre nosotros me dijo que no me acercara más a su hijo. Que éste le había contado que había conocido a una persona especial. Que no sabía ni de su nombre. Y me explicó, de la manera más cruel posible, que los ojos que ocultaba le daban transparencia y que no merecía una mujer como yo. Que ella era quien ponía cara a sus sentimientos y le detallaba quien se escondía detrás de ese perfume, de esas sensaciones, de ese 'notar que estaba cerca'. Y que si por ella fuera le contaría que tenía un alma oscura, que era guapa y vanidosa, y que reía con sus compañeras de viaje acerca de su desdicha.

Y yo me quedé mirándolo e intentando explicarle, sin pronunciar una palabra ni tocarle un centímetro de su cuerpo, que hacía unas semanas me había comprado un precioso conjunto de ropa interior pensando en él y del que no podía disfrutar, ni ver, ni siquiera saborear. Y él, que ya no tenía cara de felicidad, apoyaba su mano en la rodilla de su madre. Y ella me miró, en silencio, y disfrutó viendo una lagrima por mi mejilla. Y yo me despedí por siempre de ese chico invidente del metro.

En el fondo, en el fondo hubiera sido solo sexo, o amor, u otras drogas de diseño.

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