El maldito segundero del tiempo

Llovía como siempre llueve en estos meses del año. Esas gotitas que dan un aspecto romántico a las calles, esas luces chispeantes y brillosas, esas baldosas mojadas, esos caminos interminables. Las primeras chimeneas que empiezan a ahumar los cielos. Esas persianas bajadas a las ocho de la tarde y esas cenas rápidas y ligeras para irse a la cama, no con el estómago vacío. Esas llamadas de cariño mientras te recoges entre las sábanas y las otras de socorro, cuando el cariño no es suficiente para llegar al siguiente día. Esas y otras músicas que marcan la llegada del invierno. Esas y otras sensaciones cuando por alguna razón, recuerdas como eran otros inviernos.

Siempre terminaba haciendo la misma llamada, porque siempre sabía que me iba a contestar al otro lado del teléfono. Y siempre sabía que si buscaba dónde acurrucarse, encontraría unos brazos deseosos en los míos.

Quizá, por terquedad, habíamos conseguido ser los perfectos amantes. Lejos quedaron las torpezas del comienzo, el aprender cómo querer al de enfrente, el entender sus señales sin hablarlas, el saber cómo le gustaba que le tocara la espalda. Ahora, el baile de caricias y arrumacos era perfecto.

Una vez más sonó mi teléfono pasadas las diez de la noche. Quería, simplemente, saber cómo me iba la vida, porque hacía algo más de una semana que no sabíamos nada el uno del otro; dijo mientras estaba intentando convencerse con sus propias palabras, Terminamos, como siempre, provocando un encuentro en mi casa. Sólo un vino. Como siempre.

Bajé a la tienda de debajo de casa. Esa que siempre estaba abierta y tenía lo que necesitaba para volver a conquistarlo por unas horas. La tendera me miró con la misma cara de todas las veces. Esa que me recordaba que lo siguiente que compraría sería chocolate y litros y litros de cerveza. Seguro que si le diera la oportunidad, no dudaría en decirme que podría estar con quien quisiera, que nunca llegaríamos a ser felices, que quizá debía cambiar de amigos, de ciudad, de teléfono o de amante. Pero esa dulce mujer me sonreía cuando llegaba a la caja, pasaba disimuladamente todos los productos por delante del lector de código de barras y los introducía lentamente en las bolsas de plástico verdes. Siempre el mismo vino, la misma porción de queso que adoraba y esos medallones que solomillo que luego devoraba y con los que me decía que era la mujer que mejor cocinaba del mundo.

Subí a casa y preparé el único plato que habría en la mesa. En el fondo los dos sabíamos que no pasaría nada más. Sólo una cena para ponernos al día de nuestras vidas. Sólo una vuelta a un pasado precioso que volvería a terminar cuando cerrara con llave la puerta.

Nerviosa terminé de preparar el manjar y entré en la ducha. Sabía que la reunión era de amigos, pero no podía evitar pensar más allá y dejar preparado cada poro de mi cuerpo para que lo besara y disfrutara si quisiera. Porque en el fondo yo me seguía muriendo por sus besos y porque, después de una de esas noches de pasión, me dijera que debía secuestrarlo para siempre, y que podríamos vivir en cualquier casita en el campo en la que no se tiene cobertura y nadie pasa por la puerta para darte más buenos días que los tuyos.

Sonó el timbre y mi móvil al tiempo. Una curiosa costumbre que hacía que mi estómago se encogiera el doble. Era él y su postre preferido. Ese que me comería yo al día siguiente y que lloraría desde la mesa al sofá.

Estaba radiante. Guapo como siempre. Sonriente y perfumado. Recién afeitado. Sin decirme nada, puso su postre en la nevera y aseguró que nos lo comeríamos entero, que estaba delicioso. Yo moví la cabeza de izquierda a derecha, le dije que sería la primera vez que ocurriera, pero que seguro que era esa noche en el momento en el que la excepción confirmaba la regla marcada hasta entonces.

Nos sentamos en la mesa y, curiosamente, terminamos con todo el postre. Cenamos con más de una botella de vino y lamenté no haber tenido otras tantas. Estábamos nerviosos, aunque todavía hoy no sé porqué. Nos levantamos, titubeando, y decidimos ir a la sala de estar. Era la primera vez que no salíamos corriendo hacia la habitación o no terminaban los platos en el suelo y nosotros haciendo el amor en la mesa del comedor. Ni yo sabía cómo comportarme, ni él tampoco; pero ambos nos sentamos en el sofá, cubrimos nuestras piernas con una fina manta polar y apoyamos nuestras cabezas mientras me recostaba en su pecho.

Y nadie dijo nada. Y yo deseé que se parara el maldito segundero del tiempo.

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