Hablemos del amor

Hablemos del amor. Hablemos como se hablar del amor: Despacito, suave, con cariño y con pasión. Hablemos del amor y contemos historias bonitas que viven los enamorados. Esas que emocionan, esas que dan envidia, esas con la que dejas caer pequeñas lágrimas o con las que notas que dentro de ti algo se mueve. Esas con las que sigues creyendo en que las personas bonitas existen y se cruzan, y se encuentran, y se viven y se quieren. Esas que te hacen que sigas creyendo en el baile de las mariposas en el estómago y con las que piensas que todavía son buenos tiempos para los soñadores. Esas que te demuestran que de momento sólo ha sido mala suerte o no estar en el lugar adecuado.

Era un día cualquiera. Tan cualquiera como que no tenía nada de especial. Me levanté despacio de la cama para no despertarle, le arropé y salí de la habitación lo más rápido posible. Mientras preparaba el café y encendía la radio, no dejaba de mirar a la puerta y pensar que era la mujer más afortunada del mundo. No tenía que pensarlo demasiado porque sabía que era más dichosa que todo el mundo. Tenía mi vida, mi casa y el amor más grande que puede sentirse y tocarse tumbado en nuestras desgastadas sábanas blancas.

Nos conocimos en un bar en el que nunca teníamos que habernos cruzado y nos enamoramos al instante. Yo tomé posiciones, distancias y desplegué todo mi genio, mi temperamento y mis no-ganas de caer bien. Mis no-ganas de pensar en llamadas de teléfono, planes a pares y comidas los domingos mientras juntamos las rodillas o nos rozábamos las manos sin que nadie más que nosotros lo notara.

Yo no iba a ese sitio. No escuchaba esa música. No salía con esa gente. Entré únicamente a recoger a un amigo para ir a su casa. Él, el amigo con el que quería pasar la noche, no estaba en la barra del bar como me había prometido y yo le pregunté a él, quien ahora está en mi cama, que si conocía a algún chico delgadito, moreno y con los labios muy carnosos. "Si soy yo, llevo toda la noche aquí esperándote", osó a contestarme; y yo con una irónica media sonrisa me di media vuelta.

A la noche siguiente volví a pasar por la puerta de aquel antro y él estaba en la puerta fumando un pitillo. Negro. Tabaco negro del que odiaba. "¿Vuelves a buscar a tu amigo?". Creo que no llegué a contestar a su pregunta cuando yo me estaba haciendo la misma.

Jugamos a odiarnos la mitad del tiempo y a querernos la otra mitad. Un querer pasional que se trasformaba en caricias después de hacer el amor. Un querer de mordiscos y gemidos, de besos y susurros. Un odio que me enganchó a su música, a su bar, a pasarme todos los días pegada a una barra esperando a que saliera de trabajar. Un odio que nos llevaba a las peleas de enamorados. A esas de las que hablan y dicen que terminan en reconciliaciones preciosas, y con las que aprendes que no siempre son entre velas, incienso y cuerpos desnudos.

Un amor profundo y sincero.

Jugamos una vida y hemos conseguido seguir odiándonos la mitad del tiempo y queriéndonos la otra mitad. Y amamos sin odios todo lo que hemos construido juntos. Y ese amor hace que miremos a nuestra familia y pensemos: "Qué suerte hemos tenido"; porque nosotros hemos sido unos afortunados desde que entré en ese bar a buscar a aquel que ahora no recuerdo ni como se llama. Y ahora, cuando vemos que se apaga la llama de una historia y una vida, nos permite que sigamos apoyándonos el uno en el otro y que pasemos los segundos que nos queden, con las peleas de chiquillos que recordamos y las ansias de que no llegue la noche por si no tenemos un nuevo día juntos. Y que todavía se me escape, cuando veo tu cuerpo arrugado en la cama mientras esperas a que vaya a levantarte para darte el desayuno y dejarte en el sofá: "Te quiero, guapo".

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